Como un accidente de tren, así fue mi conversión

Por Leslie

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Un artículo de la revista Christianity Today, AQUÍ el link original.

Como un accidente de tren, así fue mi conversión

Como profesora lesbiana de izquierda, yo despreciaba a los cristianos. Pero de alguna manera yo me convertí en uno de ellos.
Rosaria Champagne Butterfield. [ posted 7/23/2013 12:50PM ]

Como un accidente de tren, así fue mi conversión

PHOTO BY JIMMY SMITH

La palabra Jesús se quedó clavada en mi garganta; a pesar de mis intentos, no podía sacarla. Aquéllos que profesaban el Nombre demandaban mi ira y piedad. Siendo una profesora de la universidad, me cansé de los estudiantes que creían que «saber de Jesús» significaba saber de poco más. Los cristianos, en particular, eran malos lectores, siempre aprovechando cualquier oportunidad para insertar un versículo de la Biblia en alguna conversación, con la misma intención con que se utiliza un signo de puntuación: para concluir con la platica en lugar de profundizarla. Tontos, sin sentido y amenazantes. Eso era lo que pensaba de los cristianos y su dios Jesús, que en la pintura parecía tan poderoso como un modelo comercial de Shampoo Breck.

Como profesora de inglés y de estudios de la mujer, en camino a convertirme en una titular radical, me preocupaba por la moral, la justicia y la compasión. Ferviente a las teorías de Freud, Hegel, Marx y Darwin, me esforcé por estar junto a los desamparados. Valoraba la moral y probablemente podría haberme tragado a Jesús y su grupo de guerreros, de no haber sido por las fuerzas culturales que apoyaban el movimiento del Christian Right [cristianismo derechista]. El comentario ligero que hizo Pat Robertson durante la Convención Nacional Republicana de 1992 me llevó al límite cuando dijo en tono de burla: «El feminismo anima a las mujeres a abandonar a sus maridos, a matar a sus hijos, a practicar la brujería, a destruir el capitalismo y a convertirse en lesbianas.» En efecto, el sonido envolvente del dogma cristiano mezclado con la política Republicana exigía mi atención.

Jesús triunfó. Y yo era un desastre. Mi conversión fue como un accidente de tren. No quería perder todo lo que amaba. Pero la voz de Dios cantó una canción de amor entre los escombros de mi mundo.

Tras la publicación del texto que me consolidó como profesora, utilicé mi puesto para favorecer las alianzas de una profesora lesbiana izquierdista. Mi vida era feliz, significativa y completa. Mi pareja y yo compartíamos muchos intereses vitales: activismo contra el SIDA, a favor de la salud y la alfabetización de los niños, del rescate de perros, y de nuestra iglesia Unitaria Universalista, por nombrar algunos. Incluso si se creyeran las historias de fantasmas promulgadas por Robertson y sus secuaces, era difícil argumentar que mi compañera y yo éramos ni más ni menos que buenas y caritativas ciudadanas. La Asociación de Gays, Lesbianas, Bisexuales y Transgéneros (GLBT) valoraba la hospitalidad, practicándola con habilidad, sacrificio e integridad.

Comencé a investigar sobre el movimiento del cristianismo derechista y su política de odio contra los homosexuales como yo. Para ello, habría que leer el libro que, en mi opinión, había descarrilado a tanta gente: la Biblia. Mientras estaba en la búsqueda de algún estudioso de la Biblia para ayudarme en mi investigación, lancé el primer ataque a la trinidad no santa (Jesús, la política Republicana y el patriarcado) a través de un artículo en el periódico local acerca del movimiento de los Guardadores de Promesas [Promise Keepers]. Era 1997.

El artículo generó muchas respuestas, tantas que mantuve dos cajas de Xerox a cada lado de mi escritorio: una para el correo con opiniones negativas, otra para el correo con opiniones positivas. Pero una carta que recibí desafió mi sistema de archivo. Era de parte del pastor de la Iglesia Presbiteriana Reformada Syracuse. Era una carta amable e inquisitiva. Ken Smith me animó a explorar el tipo de preguntas que admiro: ¿Cómo llegaste a tus interpretaciones? ¿Cómo sabes que tienes razón? ¿Crees tú en Dios? Ken no discutió con mi artículo, sino que me pidió que defendiera las presuposiciones que lo fundamentaban. Yo no sabía cómo responder a eso, así que deseché la carta.

Esa misma noche, más tarde, me encontraba extrayendo la carta de la papelera de reciclaje y poniéndola de nuevo en mi escritorio, donde permaneció durante toda la semana, confrontándome con la dividida visión global que exigía una respuesta: como una intelectual posmoderna, yo operaba desde una perspectiva mundial histórica y materialista, pero el cristianismo es una visión del mundo sobrenatural. La carta de Ken perforó la integridad de mi proyecto de investigación sin que él lo supiera.

Amigos con el enemigo

Con la carta, Ken inició dos años de llevar la iglesia hacia mí, una pagana. Oh, había visto partes de versículos de la Biblia en pancartas en las marchas de Orgullo Gay. Estaba más claro que el agua que los cristianos que se burlaban de mí en el día del Orgullo Gay, estaban felices de que yo y todos los que amaba nos fuéramos al infierno. Eso no es lo que Ken hizo. El no se burló. Se involucró. Así que cuando en su carta él me invitó a reunirnos para cenar, acepté. Mis motivos en ese entonces eran claros: seguramente esto será bueno para mi investigación.

Algo más sucedió. Ken, su esposa Floy y yo nos hicimos amigos. Entraron en mi mundo. Conocieron mis amigos. Hicimos intercambio de libros. Hablamos abiertamente sobre la sexualidad y la política. No actuaron como si este tipo de conversaciones les estuvieran contaminando. No me trataban como una pizarra en blanco. Cuando comíamos juntos, Ken oraba de una manera que nunca había escuchado antes. Sus oraciones eran profundas. Vulnerables. Se arrepintió de su pecado delante de mí. Dio las gracias a Dios por todas las cosas. Su Dios era santo y firme, pero lleno de misericordia. Y el que Ken y Floy no me hayan invitado a la iglesia, me hizo sentir segura de que podíamos ser amigos.

Comencé a leer la Biblia. La leí de la misma manera en la que un glotón devora. La leí muchas veces en el primer año en múltiples traducciones. En una cena en que mi pareja y una servidora fuimos anfitriones, mi amiga transgénero «J», me acorraló en la cocina. Ella puso su mano sobre la mía y me advirtió: «Rosario, esta lectura de la Biblia te está cambiando.»

Con estremecimiento, le susurré, «¿Y qué si es verdad? ¿Y si Jesús es un Dios real y resucitado? ¿Qué si todos nosotros estamos en problemas? »

Ella exhaló profundamente y me dijo: «Rosaria, yo fui una pastora Presbiteriana por 15 años. Oré para que Dios me sanara, pero no lo hizo. Si quieres, voy a orar por ti.»

Seguí leyendo la Biblia, a la vez que luchaba contra la idea de que la Biblia era un libro inspirado. Pero la Biblia llegó a ser más grande que yo, desbordó mi mundo a pesar de que luché con todas mis fuerzas para detenerlo. Un domingo por la mañana, me levanté de la cama de mi amante lesbiana y una hora después estaba sentada en una banca de la Iglesia Presbiteriana Reformada Syracuse. Llamando la atención con mi corte de cabello al estilo varón, me recordé a mí misma que había ido para conocer a Dios, no para agradar a los demás. La imagen que vino a mi mente, de todas las personas que amaba y de una servidora sufriendo en el infierno, se anidó en mi consciencia y se apoderó firmemente de mí.

Luché con todo lo que tenía.

Yo no quería esto.

Yo no pedí esto.

Calculé los costos, y no me gustó la cuenta del otro lado del signo de igual.

Pero las promesas de Dios inundaron mi mundo como olas. En un día del Señor, Ken predicó sobre Juan 7:17: «El que quiera hacer la voluntad de Dios conocerá si la doctrina es de Dios, o si yo hablo por mi propia cuenta» (v. RV). Este versículo mostraba la arena movediza en la cual me encontraba atrapada. Yo era una pensadora. Me pagaban por leer libros y escribir sobre ellos. Yo esperaba que en todas las áreas de la vida el entendimiento llegara antes que la obediencia. Y yo quería que Dios me explicara, en mis términos, por qué la homosexualidad era un pecado. Quería ser la juez, no la juzgada.

Pero el verso prometía entendimiento después de la obediencia. Luché con la pregunta: ¿Realmente quiero entender la homosexualidad desde el punto de vista de Dios, o sólo quiero discutir con él? Oré esa noche para que Dios me diera la voluntad para obedecer antes de comprender. Medité mucho tiempo ese día.

Cuando me miré en el espejo, me veía igual. Pero cuando miré mi corazón a través de la Biblia, me pregunté: ¿Soy lesbiana, o todo esto ha sido un caso de identidad equivocada? Si Jesús podía dividir el mundo en dos, separar el alma de la médula, ¿podría hacer prevalecer mi verdadera identidad? ¿Quién soy yo? ¿Quién quiere Dios que sea?

Entonces, un día cualquiera, vine a Jesús, desnuda y con el corazón abierto. En esta guerra de visiones del mundo, Ken estaba allí. Floy estaba allí. La iglesia que había estado orando por mí durante años estaba allí. Jesús triunfó. Y yo era un desastre. Mi conversión fue como un accidente de tren. No quería perder todo lo que amaba. Pero la voz de Dios cantó una canción de amor entre los escombros de mi mundo. Débilmente creí que si Jesús pudo vencer a la muerte, también podía enderezar mi mundo. Bebí, tímidamente al principio y después con fervor, del consuelo del Espíritu Santo. Encontré primero paz en mí, luego en la comunidad, y ahora en el refugio de una familia (y su pacto familiar), donde un hombre me llama esposa y muchos me llaman madre.

No he olvidado la sangre que Jesús derramó por esta vida mía.

Y mi antigua manera de vivir merodea al filo de mi corazón, inmóvil y resplandeciente como un cuchillo.

Rosaria Champagne Butterfield es la autora del libro The Secret Thoughts of an Unlikely Convert (Crown & Covenant), [Los pensamientos secretos de una convertida improbable.] Ella vive con su familia en Durham, Carolina del Norte, donde su esposo es pastor de la iglesia The First Reformed Presbyterian Church.